sábado, 27 de noviembre de 2010

Razones para no hacerlo



El suicidio es uno de los mayores y más grandes errores que el  ser humano puede cometer, fruto de su profunda ignorancia de la realidad espiritual. Si la vida realmente terminara con la muerte del cuerpo físico, el suicidio se podría considerar o justificar como una solución para poner fin a determinados problemas o sufrimientos; sin embargo, sí bien es cierto que el cuerpo material se extingue en el lodo pútrido de un sepulcro, es aún más cierto que el espíritu (que es la auténtica personalidad, centella divina que desciende del Creador), es eterno, y que con la destrucción del cuerpo carnal, al pasar al mundo espiritual, irremediablemente sufrirá las terribles consecuencias de dicho acto.

El suicida es un rebelde que violenta su propio destino, pues menosprecia y destruye la dádiva que supone su cuerpo carnal (instrumento de manifestación del que se sirve el espíritu para sus experiencias y luchas en el mundo físico), perturbando y perjudicando terriblemente su propio progreso espiritual.
Seamos siempre conscientes de que nuestras vidas son trazadas por lo Alto, bajo el más elevado sentido de Justicia, siendo el cuerpo físico una concesión que debemos respetar hasta el plazo marcado, y que detrás de cada existencia, existe todo un trabajo previo de estudio y preparación, con el único objetivo de lograr nuestro adelanto espiritual.
                                          
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Una vez en el mundo espiritual, aunque existan algunas características y circunstancias comunes a todos los suicidas, las condiciones de sufrimiento y “castigo” no son idénticas para todos ellos: pueden variar, en duración e intensidad, según los motivos agravantes o atenuantes de la falta cometida y del más o menos apego a la vida material. Cada suicidio arrastra su propia pena y suplicio, según las particularidades que lo acompañan, no habiendo “castigos” uniformes y constantes para las faltas del mismo género.
La Justicia Divina ajusta cada conciencia conforme a la intención íntima y el propósito real que llevó a cada individuo a cometer dicho acto; todos los sufrimientos y penalidades que contrae el suicida, están en relación directa con el grado de voluntad que concentró para tomar la fatal resolución de destruir su cuerpo carnal.

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Al suicida le espera una gran sorpresa y decepción nada más despertar a la nueva realidad: ver que no ha muerto, que el suicidio no ha puesto fin a su existencia; siente bullir en su mente los mismos problemas o motivos que lo llevaron a tomar esa fatal determinación. Comprueba, con gran amargura, que su intento de desaparecer ha sido en vano, desesperándose hasta la locura, teniendo la sensación de vagar sin rumbo por un espacio tenebroso, como loco, tratando de huir de sí mismo, sin poder conseguirlo. Se encuentra rodeado de una penumbra impenetrable y siniestra, sintiendo los mismos dolores que ocasionaron la muerte del cuerpo carnal, viviendo continuamente el fenómeno de su agonía final.

El cordón fluido-magnético que liga al espíritu con su envoltura carnal y que le comunica la vida, debe estar en condiciones apropiadas para poder separarse de éste con la llegada de la muerte natural, sin choques ni violencias. Con el acto del suicidio, por tanto, al no ser este cordón desligado, sino partido bruscamente, arrancado y despedazado, las reservas de las fuerzas fluídicas y magnéticas no se han extinguido todavía, haciendo que el suicida se sienta como una especie de “muerto-vivo”.
El suicida, como consecuencia de ello, es atraído a zonas inmundas y bajas por un movimiento de impulso natural, donde tendrá que despojarse de dichas fuerzas vitales que han quedado revistiendo su periespíritu, es decir, donde se tendrán que deshacer las pesadas cadenas que siguen atándolo al cuerpo físico. Será necesario, entonces, que se vayan desagregando de él  las poderosas capas de fluidos vitales que se adhirieron a su cuerpo astral, lo cual, en términos generales, durará el tiempo que aún le restaba de la vida que destruyó antes de su fin natural, pues son las reservas que le quedaban para satisfacer las necesidades de la existencia completa, dependiendo, también, del grado de apego a los sentidos materiales groseros e inferiores.

Es muy frecuente que el espíritu de un suicida se vea durante mucho tiempo obligado a permanecer junto a su cadáver en descomposición, sintiendo todas las necesidades de la vida física y teniendo constantemente la visión del cuerpo carnal pudriéndose y siendo comido por los gusanos, con la terrible sensación de que ese estado de corrupción y putrefacción llega a alcanzarlo. Como todavía tiene el periespíritu cargado con tanta fuerza vital, el suicida padece sufrimientos como si aún estuviera encarnado.

Las impresiones y sensaciones penosas provenientes del cuerpo carnal, que acompañan al espíritu suicida todavía animalizado, pueden denominarse “repercusiones magnéticas”, en virtud del magnetismo animal que existe en todos los seres vivos, y sus afinidades con el periespíritu. Por tanto, el suicida tendrá que vivir por mucho tiempo de la vida animal ¡pese a la descomposición de su cuerpo físico!, porque palpitan en él, con fuerza impresionante, las atracciones vivísimas de su condición humana, hasta que las reservas vitales que le fueron suministradas para el tiempo completo de la existencia, se agoten cuando hayan alcanzado la época prevista por la Ley para la desencarnación normal.

En tan delicada como deplorable situación, permanecerá el suicida sin que nada se pueda hacer para socorrerlo, porque existe como una especie de fatalidad (que procede del propio  acto del suicidio) la cual impide que éstos sean socorridos con la presteza que sería de esperar de la caridad propia de los Hermanos Espirituales: consiste en el hecho de no encontrarse todavía desligados de los lazos que los atan al cuerpo físico, es decir, por hallarse aún como semi-encarnados o semi-muertos.

En el caso particular de que el suicida se encuentre que el cúmulo de fuerzas vitales animalizadas, además del bagaje de pasiones y de una desorganización y desajuste mental producido por tan gran choque vibratorio en su organización astral, sobrepase sus fuerzas, entonces, la única terapia indicada en estos casos sería la reencarnación inmediata. Dicha reencarnación servirá para completar el tiempo que le faltaba para el término de la existencia que cortó prematuramente, permitiendo agotar todas las fuerzas vitales que le quedaba intactas y poder corregir los disturbios vibratorios.
Tales reencarnaciones, muy dolorosas y hasta anormales, aún así son preferibles a las desesperaciones del más allá de la sepultura y a muchos años de sufrimiento al límite. Se trata, pues, de una terapéutica, de un recurso extremado exigido por la calamidad de su propia situación, pero que evitará gran pérdida de tiempo al suicida, proporcionándole más rápida comprensión, alivio y consecuentemente un progreso razonable.
Una vez transcurrida esta reencarnación terapéutica, llena de infortunio y de dolor, las capas impuras y pesadas que impiden el brillo del cuerpo astral, se adelgazarán, dando lugar a que las vibraciones se activen haciéndose menos densas.

Sea de una forma u otra, purgando en el astral inferior o bien mediante la reencarnación terapéutica, una vez finalizado ese tiempo de descarga de las fuerzas vitales excedentes y animalizadas, ya podrán ser recogidos y llevados a centros o colonias espirituales, donde empezarán su recuperación y aprendizaje, hasta que llegue el momento de su próxima reencarnación.

Una de las características comunes a todos los suicidas, es que el estigma o marca producido por el suicidio, se refleja constantemente en su periespíritu (p.ej: un quemado cree seguir estando entre las llamas; un ahorcado continúa sintiendo la presión de la cuerda sobre su cuello; un suicida por un disparo, tiene la constante sensación de ver salir sangre de su cuerpo fluídico...)

El suicida, una vez ya recogido en una colonia espiritual, y a medida que vaya comprendiendo el gravísimo error cometido con el acto del suicidio, se encontrará en tan deplorable situación físico-astral, moral y mental que, avergonzado con la mácula de que le acusa su propia conciencia, será ésta el austero juez que le juzgará y le llevará a la imperiosa necesidad de pedir una nueva inmersión en un cuerpo carnal, único remedio posible ante el enorme suplicio que significa el remordimiento dilacerante y acusador. Así, pues, será la reencarnación la única medida eficaz para procurar algo de tregua y paz ante los sufrimientos torturantes, gracias a la bendición que supone el olvido temporal en la carne.

El suicida, por tanto, deberá tomar otro cuerpo carnal, en condiciones muy penosas de sufrimiento y agravadas por el gran desequilibrio que se provocó en su periespíritu, el cual, siendo una organización viva y tremendamente impresionable como es, se resintió enormemente por la brutalidad del suicidio. Como consecuencia de ello, el suicida, al modelar su nuevo cuerpo material, lo hará padeciendo mentalmente de los mismos perjuicios y estigmas que ahora lo señalan, siendo el molde para definir la forma del feto en elaboración, el cuerpo astral que el espíritu trae en ese momento.

Durante esa gestación, poco a poco, el espíritu irá perdiendo la facultad de recordar su pasado, toda vez que su cuerpo astral sufrirá las restricciones necesarias al fenómeno del modelaje del feto (lo cual se verifica gracias al auxilio magnético y vibratorio de los asistentes espirituales afectos al certamen, sobre la voluntad y vibraciones mentales del paciente en cuestión). A medida que avanza el proceso de la gestación, las vibraciones del espíritu se van comprimiendo más y más, calcándose  muy profundamente en la organización astral los recuerdos, impresiones y dramas vividos en el pasado, produciéndose el olvido, tan necesario para dar un descanso y algo de reposo a los remordimientos morales del suicida.

Muchos de estos suicidas nuevamente encarnados, aparecerán con enfermedades que la ciencia humana no podrá curar, porque serán repercusiones dañinas de las vibraciones del periespíritu tan perjudicado por el traumatismo, como resultado del suicidio, sobre el sistema nervioso del cuerpo físico nuevo.

En esta nueva reencarnación, el suicida deberá retomar la programación de trabajo y luchas de las cuales creyó poder escapar por el acto del suicidio, experimentando pruebas y angustias idénticas o semejantes a aquellas que le indujeron a quitarse la vida (y donde, sin duda, se le presentará el reflejo suicida nuevamente), ya que tales circunstancias constituyen las pruebas o las expiaciones que el mismo originó con sus propios actos en vidas anteriores, y que, por ser ineludibles, se verá obligado a sufrirlas de nuevo en una o más ocasiones, hasta superarlas y vencerlas definitivamente.

El espíritu suicida sufrirá en su próxima encarnación los efectos trágicos de las causas atroces que se produjeron en su cuerpo violentado en la última existencia, pues su acción imprimió en la sustancia sensible y plástica de su mente indestructible, la fotografía del acto delictuoso. La imagen traumática persiste en el archivo mental de la memoria periespiritual, actuando como un potencial de reflejos negativos permanentes, que intervienen con insistencia en los momentos de poca vigilancia o en las circunstancias o situaciones angustiosas y de desesperación que el espíritu atravesará nuevamente, dando lugar a que los hechos trágicos del pasado repercutan en su psiquismo, haciéndole sentir con más fuerza el reflejo del acto cometido. Este impulso suicida del pasado, principalmente, se activará en la misma edad crítica que coincide con la muerte violenta de la pasada existencia.

Si el suicida fracasara otra vez, cayendo nuevamente en la tentación del suicidio, agravaría aún más su ya penosa y precaria situación, creando sus propias condiciones expiatorias y quedando maniatado a los resultados de sus acciones. Los suicidas reincidentes, producen tal cantidad de venenos mentales y astrales, que los hacen víctimas de una terrible intoxicación, debilitándoles profundamente el sentido psíquico de coordinación mental. Estos venenos y tóxicos, por la ley de correspondencia vibratoria, se condensan e incrustan en la superficie delicada de su periespíritu, volviéndolos terriblemente enfermos.
En la formación del nuevo feto, y a medida que éste se va desarrollando, el periespíritu del suicida se irá liberando gradualmente de su carga astral venenosa, transfiriéndola y drenándola hacia el organismo tierno en formación, el cual manifestará después la misma enfermedad en toda su eclosión perniciosa, volviéndose un instrumento de sufrimiento y de dificultades para su dueño, víctima de su tropelía y rebeldía.
 Como consecuencia de todo ello, el suicida reincidente renacerá en un cuerpo que presentará cuadros de parálisis, epilepsias, imbecilidad, atrofia mental etc. La Justicia y Misericordia Divina, que sólo quiere el bien y el progreso espiritual de sus criaturas, lo alcanzará con su cientifismo regulador, haciéndole renacer, por tanto, amordazado y maniatado en la cárcel que supone un cuerpo deforme, disminuido o atrofiado, para de este modo, corregirle su rebeldía interior impidiéndole lo que con su libre albedrío no fue capaz por el mismo de evitar: cometer un nuevo acto de suicidio y hundirse todavía más en su miseria y desesperación.

El destino, por tanto, que en principio parece manifestarse muy trágico y duro, en realidad no es sino un servicio benefactor ofrecido por la Providencia al espíritu rebelde, que sufriendo en su desdicha reductora de la vida humana, le permite reajustarse espiritualmente en el cuerpo embrutecido, corrigiéndole su rebeldía interior y logrando refrenar los impulsos violentos en la cárcel rectificadora de la carne.

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Todos los dramas que la vida terrena pueda presentar, son meros contratiempos pasajeros, contrariedades banales, comparados con los monstruosos sufrimientos originarios del suicidio; porque el suicidio sólo sirve para sobrecargar la propia existencia, como también la conciencia, de responsabilidades tan graves como pesadas.


Toda vida que se interrumpe antes de la hora prevista, produce sufrimientos y consecuencias nefastas.

“Cuando se cortan las ramas del rosal antes del tiempo prefijado para la poda, la planta violentada se demora para el reajuste vegetal,  pues el imprevisto corte perturba su metabolismo de vida y crecimiento natural. Entonces, vierte por sus ramas amputadas la savia, como si fueran las lágrimas del vegetal expresando el dolor de su herida y lamentado el tiempo perdido, pues sabe que irremediablemente tendrá que recomenzar de nuevo su crecimiento allá donde fue brutalmente mutilado”


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